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Año Manuel Zapata Olivella
Exposición virtual Manuel Zapata Olivella: Trayectoria vital del ekobio mayor
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Aproximaciones a nuevas estéticas a partir de los hermanos Manuel, Delia y Juan Zapata Olivella

Aproximaciones a nuevas estéticas a partir de los hermanos Manuel, Delia y Juan Zapata Olivella

Nuestra nación inició el siglo veinte en circunstancias adversas: por una parte, fue devastada económica, social y políticamente por la guerra de los Mil Días; y por otra, la consecuente fragmentación de su territorio con la separación de Panamá fue una herida histórica que hizo que casi la mitad del litoral colombiano, tanto sobre el océano Pacífico como sobre la cuenca del mar Caribe, dejara de pertenecernos.

En la costa Atlántica, como se denominaba al litoral norte del país en esos tiempos, los entes territoriales y administrativos quedaron siendo solo los departamentos de Bolívar y Magdalena. Unos años más tarde, el departamento del Atlántico surgiría con su capital Barranquilla gracias a un dinámico crecimiento portuario y urbano que la posicionaría en pocas décadas como la nueva capital del Caribe colombiano, en remplazo de Panamá. Sin embargo, para la provincia del Sinú y las sabanas de Bolívar, al occidente de la región, todas sus relaciones continuarían siendo con Cartagena, la ciudad capital más cercana, aun cuando la provincia siguió conservando el papel histórico de despensa y suministro de productos alimenticios, maderas e insumos para las pequeñas industrias nacientes. 

Debido a su ubicación geográfica, la fuerte conexión de estas tierras con las culturas del istmo centroamericano se va a mantener y la asimilación de la pérdida del territorio convertido ahora en una nueva nación será un proceso lento. Así mismo, con el tiempo, van a decaer las relaciones comerciales y desaparecerán los referentes culturales del Caribe colombiano continental por una reafirmación de las estructuras centralistas del país. Pero, las generaciones anteriores y siguientes continuarán siendo portadoras de rasgos culturales erigidos en relaciones estrechas y de larga data con la Costaguana, denominada así por el escritor colombiano Juan Gabriel Vázquez en una historia no tan secreta. Se mantendrá no solo una música en común compartida en fiestas y jolgorios tradicionales, sino también las ancestrales comunidades kuna se resistirán a ser limitadas por una línea fronteriza o a ser confinadas a las islas de San Blas. Las emisoras de la cuenca, desde Colón, La Habana y Miami, entre otros, medios preponderantes de comunicación en aquellos tiempos, saltándose todos los límites y controles continuarán desplegando ritmos, voces, y sentires, y hasta el contrabando que surtía a los puertos de Moñitos, Puerto Escondido y San Bernardo del Viento seguirá deslumbrándonos con novedades, como los quesos flamencos, los electrodomésticos norteamericanos e ingleses, las vajillas de oriente lejano, perfumes, vinos, telas y adornos de origen europeo que daban a nuestra marginalidad una pátina de modernidad y esnobismo.

Así como las rutas del comercio y las relaciones se hacían en todo el mundo siguiendo las cartografías marítimas y fluviales, ya en esta provincia se habían construido los trazados que exploraban, surtían y negociaban en los territorios distantes de los valles del Sinú, del San Jorge y del profundo Atrato con paradas en Tolú, especialmente en la ciudad puerto de Lorica sobre el delta del río Sinú, puerta de entrada a esa inagotable fuente de provisiones y productos de la tierra.

Es a partir de las nominaciones, crónicas y narraciones de viajeros, expedicionarios y pioneros de las múltiples empresas de expansión de capitales y comercio, incluidas las memorias de logros y fracasos de aquellos, que se dan las primeras pinceladas que bocetan un nuevo paisaje: otro cuadro, otra mirada, otra estética. Un paisaje reinventado, no solo por la insospechada esplendidez y belleza exótica, que mostrará a los verdaderos moradores en su complejidad humana, desde lo social y lo históricamente establecido, dentro del contexto romántico y tradicionalista que casi todas las expresiones de la cultura nacional poseían. Vale la pena resaltar aquí que los referentes universales, más allá de fronteras y más en sintonía con la gran cuenca del Caribe, les darán a estos nuevos actores en escena, desde etnias fundadoras, con músicas, danzas y ritualidades, oralidades y lenguas nativas, dietas y cocinas de nuevos fogones, un carácter singular, reafirmativo e incluyente, una visibilidad por encima de lo regional, una primera imagen más caribe y menos andina. 

A la relación intensa de las comunidades originarias, los zenúes y embera-katíos en el Sinú y las sabanas con los kunas ahora en las islas de San Blas de Panamá, se sumaron los elementos y patinas de los cimarronajes llegados desde Haití, República Dominicana y Curazao hasta los caseríos de Mahates, Loba, San Basilio de Palenque, Uré, Puerto Escondido, San Bernardo del Viento, San Antero, Verruga y San Onofre; todo ello en contacto con los descendientes de los obreros de Italia y de Francia que, en lugar de regresar a su Europa natal ante el estruendoso fracaso de la primera empresa constructora del canal, se arriesgaron a explorar en las tierras de la fiebre amarilla, del profundo y alto Sinú, desarrollando las pioneras industrias farmacéuticas, de explotaciones y exportaciones de maderas, raicillas y pieles. En los pueblos aledaños y de las sabanas emergieron las primeras escuelas con una alta presencia de educadoras con ancestros especialmente italianos; mientras los franceses, traían consigo la magia de Lumière, inician las proyecciones de las primeras imágenes en movimiento sobre las culatas de las casas de madera de estilo caribeño, hasta llegar a las primeras salas del cine sonoro que proliferaron en todos los pueblos y pequeñas ciudades de la provincia. Pero el panorama no estaría completo sin incluir las migraciones árabes provenientes de Siria, Líbano y Palestina, lejanas naciones del Oriente Medio que a su vez eran portadoras de fuertes influencias culturales europeas y que terminarían jalonando hacia unas economías de mercado más actuales y rentables, al desarrollar el sector empresarial, de transportes, bienes raíces y bancario e incentivar aún más las complejidades culturales y étnicas.

Es a partir de ese contexto y con estas perspectivas originales y múltiples que debemos abordar las incidencias en el campo de la estética de un núcleo familiar ampliado como los Zapata Olivella. Nacidos a partir de la segunda década del siglo pasado, a orillas de la Ciénaga Grande de Santa Cruz de Lorica, este grupo de hermanos va a desplegar, desde variadas profesiones, la visualidad multicultural y multiétnica del origen durante su trasegar por el país y el mundo. 

Manuel (1920-2004), Delia (1926-2001) y Juan (1930-2008) son portadores de cualidades y talentos propios, cultivados en un entorno familiar educado y culto —su padre era educador y director del colegio La Fraternidad—, lo cual les permitió expresarse desde la docencia, la escritura y lo oral; la medicina o la etnografía; la filosofía y el teatro; lo ritual y la danza, y especialmente desde el proceso de autoconocimiento y redescubrimiento, sin desligarse de las complejidades y riquezas de su condición mestiza. Sin esas certezas asumidas y coherencia consigo mismos y su cultura, en un entorno institucional tan hostil frente a todo lo que no fuera puro y europeo, los hermanos Zapata Olivella no hubieran hecho las propuestas que, a la luz de la contemporaneidad, hoy valoramos con la fuerza intelectual y política determinante para el entramado en el cual se construía con mayor objetividad una acertada fisonomía del ser nacional.

La entrada al Sinú por Santa Cruz de Lorica, aspirante a ser capital departamental, puerto obligatorio para el tránsito de viajeros comerciantes y las nuevas diásporas advenedizas que se asentaron en el territorio del actual del departamento de Córdoba, deja como impronta visual todo un dechado y mosaico de arquitecturas y edificaciones. Desde las viviendas rurales y pequeños caseríos elaboradas en tablas, con horcones guaduas y madera aguzada, hasta el diseño de verjas o corral que limita la entrada de la vivienda, réplica tantos siglos después de la construcción defensiva de los palenques, los cuales se fusionaron con la vivienda tradicional de los resguardos indígenas y sitios de libres (Arache, Chimá, Purísima, Chinú, Momil, Morroa, Colosó, Tuchín, Tolú, Cerro Vidal y San Andrés, entre muchos otros), que aportaron sus techos de palmas tejidas sobre estructuras de cañas de corozos, con bejucos de lo que fuera el más extenso bosque seco tropical ya casi desaparecido. Todo ello híbrido, mimético y compacto, entre lo precolombino y lo africano, que ya no lo sería más porque, junto a la mampostería del colonial escaso a lo republicano preponderante y con las nuevas influencias francesas y árabes, se consolidaría lo otro, la sumatoria, la nueva casa/vivienda caribeña.

La cultura zenú no circunscrita estrictamente al pasado y a la arqueología continúa su presencia en contrapunto, con materiales, diseño y color en lo que podría ser la típica casa costanera e insular, sumando influencias inglesas de las plantaciones de Jamaica, con sus techos de dos aguas en zinc, con calados y celosías que permiten la circulación del viento y eliminan el encierro y la privacidad lumínica y sonora. Son otras arquitecturas, menos puras y definidas, que ensamblaron el inventario patrimonial en edificaciones y otras estancias, donde prima la ornamentación de calados, arabescos, baldosas, cenefas, alares, fuentes y la presencia fundamental del líquido que refresca y es imprescindible en los tanques, albercas y aljibes; lo cual no solo evoca lo árido del desierto y las secas tierras andaluzas, sino que mitiga la carencia de agua y soluciona las nuevas necesidades en esas tierras que buscaban ser anexadas y tenidas en cuenta en la configuración del país y en la construcción de la nación.

Desde estas honduras, la conmemoración del natalicio de Manuel y los próximos de Juan y Delia, deben ser implementados como portadores de estos rasgos, lo cual nos lleva inevitablemente a una gesta participativa que necesita ser vista y entendida desde una perspectiva estética, y cuya reflexión marca cimientos entre los conceptos de creación y expresión, nación y periferia. Sin embargo, lo que podría ser un primer boceto terminará siendo un mapa cultural, complementado desde la plástica, la visualidad y las ideas contemporáneas de un grupo de expresiones anónimas, inéditas y espontáneas, emergidas del mismo lugar de enunciación de la familia Zapata Olivella. 

Con una educación inicial en el seno de su propia familia y con las esencias sentidas desde la infancia en ese enclave universal que fue la pequeña Lorica, en el bajo Sinú, y que luego se reafirmaría durante la adolescencia mediante una educación media-secundaria y superior en Cartagena de Indias y Bogotá, estos tres hermanos, desde la academia, los círculos intelectuales, las ciencias y las artes, dejarán una impronta que será reforzada con amplitud e identificación en un país que tampoco era muy diferente a ellos, a pesar de que, desde el estado europeizante, las leyes y la educación impartidas oficialmente, se desconocían las raíces, ascendencias y sentires de un alto porcentaje de la población colombiana. Las defensas de los ritmos musicales de gaitas, porros y sonoridades, desconocidos por la dirigencia centralista y elitista del país a mediados del siglo pasado, en columnas de prensa y otros medios, los entrenaron para blandir con suficiencia sus argumentos, con conocimiento y certezas, y siempre con una conciencia plural y sentida de que el país no era ni indio, ni negro, ni mucho menos blanco, sino la sumatoria de todo aquello.

La postura de todos ellos frente al surgimiento del nuevo ente territorial, político y administrativo —que por intereses burocráticos, individuales, de propietarios de tierras y de las castas bipartidistas de esa época terminó llamándose departamento de Córdoba y su capital Montería— fue siempre la de propender por el respeto y el cuidado de los aspectos culturales y comunitarios o de las esencias de los pueblos, conservar las tradiciones y evitar la fragmentación de los lazos y tejidos históricos. Manuel fue radical, incluso con la denominación del departamento con el nombre de un militar de las gestas de independencias y propuso nombres acordes con la geografía y las culturas preponderantes. Es muy importante destacar aquí que, cuando este hecho se produce en 1952, la población casi en un noventa por ciento no sabía leer ni escribir y que sus padres, treinta años atrás, habían iniciado casi como pioneros en su Lorica natal la educación a nivel popular. 

Lo de ellos no fue la ciega defensa de lo africano con exclusividad, eran conscientes de que sus genes y los del país eran múltiples y mestizos, y que sus investigaciones podían determinar las tesis que se debían instaurar sin fanatismos y acorde con las ciencias sociales, la sociología y el rigor histórico. Por ejemplo, en uno de sus ensayos más hermosos, Manuel, al describir las tradiciones de la oralidad y cantos del Palenque de Uré, nos aclara y enseña que en las africanías de cucambas, tamboras y trisagios se puede distinguir perfectamente la influencia de los cantos gregorianos del cristianismo mediterráneo en las expresiones de sus cantadoras. Otro de los tantos aportes esclarecedores, por su incidencia directa en la estética y la imagen, se da cuando argumenta sobre el color en las fachadas de las casas de los barrios cartageneros de San Diego, Getsemaní, Torices y Santo Toribio, que por sus connotaciones populares fueron mas libres y menos tímidos para el color y no se restringieron al canon del blanco andaluz que imperaba en las ciudades coloniales de América. 

El color se puede considerar como la característica más superficial de las categorías estéticas; pero el color negro en particular, ese del «Negro» Zapata Olivella, se instalará en la paleta de colores de lo nacional y a gran profundidad. Atrás quedará el asombro «¡un negro en la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional!», raro en extremo y no solo en el medio académico; extraño en la cotidiana calle e insólito en los círculos intelectuales, donde más lento se daría el proceso personal de concientización. Era urgente ver el mundo más allá de Lorica, Chambacú, Getsemaní y del país, para poder ubicarse, tomar distancia del estiramiento del cabello y también del blanqueamiento, con oídos sordos a la indulgente expresión «no es tan negro», «es moreno», «apenas mulato», «no parece costeño», «es distinto…»; todas ellas en un lastimero tono misericordioso que lo catapultan al vagabundaje, a coger camino, a tirar carretera, como decimos de nuestros loquitos en sus estados de crisis; pero ya Manuel había escuchado el diagnóstico del doctor Alfonso Uribe Uribe ante sus incertidumbres: «Usted no está loco, usted solo tiene afán de ser».

En ese peregrinar, iniciando por la colcha de retazos que es Centroamérica, ese collage de lo amerindio y lo afro, pasando por enfermero y modelo de Diego Rivera, posando para maestros y alumnos de Bellas Artes de la Academia de San Carlos en Ciudad de México hasta llegar a la más racista sociedad estadounidense de mediados del siglo pasado, donde logra el más alto nivel de conciencia y donde su apaciguado espíritu, por las precariedades de la travesía, adquiere un compromiso con la poesía y el arte y, concretamente, con la literatura y el activismo.

La acogida, la poesía, el apoyo y la inspiración que le prodiga Langston Hughes en Nueva York fueron definitivos para el ímpetu que desplegará a su regreso a Colombia. Pasará del sentir cercano de un desgarrador y grave Duke Ellington a ser el pregonero de los Gaiteros de San Jacinto y a convertirse en el mosquetero negro de los primeros juglares del acordeón y de los ritmos del Caribe y el Pacífico.

El gusto por las piezas, máscaras, tejidos, esculturas, tallas, cerámicas, tanto de origen africano como las auténticas precolombinas, los llevaron a valorar, apreciar y coleccionar, especialmente a Juan, quien terminó ofreciendo su legado al Centro Africano del Claustro San Pedro Claver, de la comunidad de los Jesuitas en Cartagena de Indias. Es pertinente resaltar, además, que Juan hizo un valioso aporte al teatro y la dramaturgia con propuestas originales en su momento, que fusionaban las mitologías clásicas europeas con las ritualidades indígenas y africanas. Las artes escénicas, el teatro, el canto, la danza y toda una estética que prevalece en los escenarios, tarimas, tablados y espacios alternativos como el mismísimo Palenque de Delia en el barrio de La Candelaria, en Bogotá, con énfasis en sus atmósferas, coreografías, vestuarios, acompañamientos sonoros y lumínicos, siempre buscaron superar ese yugo católico-blanco, desechar el encanto del oropel para el espectáculo y la complacencia, prefiriendo las esencias, genuinas y auténticas, con preponderancia en el gesto sincero y sentido, a pesar del dolor, la marginalidad, el exilio y la diáspora.

Para los años setentas y ochentas, estas otras estéticas requerían de un público que depusiera la grandilocuencia del espectáculo y el brillo del despliegue tecnológico al que Hollywood nos había acostumbrado a través del cine, reforzando las tendencias que oscilaban entre los nacionalismos exóticos y los ganchos de la nueva industria turística. Pero posiblemente, también, después de los levantamientos del sesenta y ocho en Francia y de los movimientos estudiantiles en toda América Latina había un clima favorable para las revisiones del pensamiento y la apertura para lo no europeo, que dejaron permear y acoger propuestas subversivas cargadas de etnicidad, diversidad y dinámicas modernas que, en nuestro caso particular, se afianzaron con las hegemonías literarias desde las periferias, logrando así posesionarse con gran reconocimiento. No sobra aclarar que no se trataba de un remplazo atribuible a individualidades, a pesar de sus genialidades, sino a una sintonía colectiva y transdisciplinar reforzada, en el caso particular colombiano, con las voces del Pacífico, como la de una Leonor González Mina y del Caribe con Totó la Momposina, como figuras iniciales. Y más adelante, con las sonoridades impactantes del calipso, reggae, schottisch, gaitas, porros, fandangos, puyas, merengues y paseos, hasta bullerengues, mapalés, berejús, tamboras, sones, currulaos, cantos de bogas y zafras, que siguieron en las gargantas y en los cueros de una Petrona Martínez, la Niña Emilia, Ceferina Banquez, Pabla Flórez, Eulalia González y Martina Balseiro. 

La formación plástica en Bellas Artes lleva a Delia a descubrir que su cuerpo y su espacio circundante son los elementos escultóricos más importantes para una expresión autentica, de vida y de dinámicas ancestrales triétnicas, sin más pigmentos que su propia piel y sin más poética que su propio gesto y profundo sentir convierte la danza y el rito en un auténtico performance. El trance que sintetizaba aquello de que «por su raza hablaría el espíritu» y que aplicaría como conductora y coreógrafa de grupos y elencos que, a partir de ella, debían profundizar en la búsqueda de raíces y de estéticas desobedientes a una tradición falsa de folclorismos desvirtuados. Muchos elementos y conceptos quedaron registrados por la filmografía nacional y por las lentes de Leo Matiz, Nereo López, Abdú Eljaiek y Hernán Díaz, también en las nuevas pinturas de artistas contemporáneos que se arriesgaron por primera vez a incorporar temáticas y realidades ocultas o subyacentes que no habían sido dignas de ser recreadas en grandes obras de arte, como murales, ilustraciones y portadas de revistas especializadas, libros, afiches y carteles: como las pinturas iniciales de Fernando Botero desde Tolú, Cocos (1951) y Frente al mar (1952); o La mulata cartagenera (1940) de Enrique Grau Araujo, y Danza-composición-nocturna (1946), Ganado ahogándose en el río Magdalena (1955), Velorio-estudiante fusilado (1956), Entierro de Joselito Carnaval (1957), todas de Alejandro Obregón y muchos artistas plásticos más que se identificaron con una nueva estética, descubriendo y asumiendo, pero sobre todo bebiendo del nuevo país sin desconectarse como estaban del mundo. Años más tarde así lo precisa Álvaro Medina cuando se refiere a los fondos y al paisaje nuevo en las obras de Matiz, Grau, Nereo y especialmente Obregón: 

[E]se paisaje, según el color y la disposición de sus componentes, iba a ser misterioso o dramático, vivaz o luctuoso, sentimental a veces, según las propuestas del tema. Y siempre mágico. El paisaje, en otras palabras, ha sido el activante principal de sus mensajes. Tal interés por el espacio, asumido como un protagonista de las alharacas del trópico, fue el aporte de Alejandro Obregón al programa nunca escrito del Grupo de Barranquilla. Ese programa consistió en la búsqueda y encuentro de una identidad basada en la profunda comprensión de nuestra realidad cotidiana, nuestra cultura popular y nuestra historia (Medina, 1978). 

Y que cierra más recientemente, en el campo de las sonoridades, Peter Wade cuando distingue: 

[L]a región del Caribe colombiano ocupa un lugar muy especial dentro de la topografía cultural racializada del país. Se trata de una región caracterizada por cierta ambigüedad: es negra, pero también indígena y blanca; es pobre y atrasada —aunque no tan pobre como el Pacífico o la Amazonía— pero ha sido puerta de entrada de la modernidad del país; ha sido políticamente expresiva y económicamente débil. Aquí han nacido buena parte de los productos culturales colombianos que han disfrutado de éxito comercial y de la proyección internacional: ritmos musicales como la cumbia, escritores como Gabriel García Márquez y pintores como Alejandro Obregón y Enrique Grau (Wade, 2002).

Sería justo, dirigir la mirada hoy al extremo occidental del Caribe colombiano que, a pesar del rezago y la marginalidad y de las complejas realidades socio-políticas en las últimas décadas, ha mostrado alguna continuidad del legado de la familia Zapata Olivella. En ese territorio, de lo que fuera la antigua provincia de Cartagena, las prácticas artísticas locales involucran las otras estéticas que ellos hicieron visibles, dejando de lado la hegemonía blanca exclusivista y europeizante para dar paso a expresiones más acordes con los mestizajes y los sincretismos propios del territorio ancestral. Ejemplo de ello es el espacio cultural y muy particular conocido como Museo Zenú de Arte Contemporáneo (Muzac), con sede en la capital Montería, que incluye el término Zenú, que el propio Manuel Zapata Olivella a pesar de su influyente presencia no logró como denominación para el nuevo ente territorial creado en su tiempo; y que ahora tampoco es sinónimo de historia o memorias arqueológicas, sino de vigencia y actualidad; de este modo, estamos reconociendo con sobrado regocijo la permanencia de las nuevas estéticas a las que él y su familia no son ajenos.

La posmodernidad, los estudios culturales actuales y las nuevas miradas a las expresiones artísticas han consolidado nuevos centros de creaciones para aquellas que habían sido marginales y han validado espacios museales y de memorias distantes de las que posicionaban directrices hegemónicas internacionales. Curadurías genuinas como «Maldeojo», que involucran multiplicidad de proyectos como Uré/Aseguranzas-Kapunía/Chipaimá de artistas locales y regionales; expresiones de «Aparente ingenuidad» como las de Marcial Alegría desde las orillas de la ciénaga de Purísima en San Sebastián, Lorica, y la multiplicidad del proyecto «In-Sinú-Arte, Verdad y Memoria» con obras como Do wabura dai bia ozhirada (Adiós río que tanto bien nos hiciste, en lengua emberá-katío), todas muestran transformaciones profundas en la plástica y coherentes con las identidades asumidas. Proyectos expositivos poco convencionales como «Santos de palo/o la Rebelión de los santos (Ni mucho que queme al santo ni poco que no lo alumbre)»; «Arte indígena/La belleza de los otros»; «Negritude» con artistas afros egresados de la academia; «Ulianov Chalarka/Imagen y visualidad en la investigación, acción participativa de Orlando Fals Borda», que retoma las luchas del campesinado por sus derechos, son apenas muestras representativas de las nuevas estéticas en las que las últimas generaciones están inmersas a orillas de ese río Sinú, mitológico e inseparable de los Zapata Olivella.

Manuel, eje de este trio destacado de ocho hermanos, sí que tuvo acceso a la universalidad, al mundo ampliado y globalizado gracias, entre otras experiencias, a su intensa y casi dolorosa estadía en el Harlem empobrecido de los años sesenta —en el país del dólar— con la cercanía filial, el ejemplo y la complicidad del gran poeta estadounidense y afroamericano, Langston Huges; sin dejar a un lado su formación como médico, antropólogo, escritor y pensador, que lo reafirmarían aún más como el activista de su propia lucha, para redescubrir la originaria África, descifrar la abominable cartografía de la diáspora y la esclavitud, y para terminar, finalmente, coherente con su tiempo, identificándose con las luchas de los campesinos mestizos por las tierras en el bajo Sinú, sin interrumpir el vagabundaje como práctica continua, celebrando las ritualidades y los placeres de la vida en la construcción de lo nacional. 
 

Cristo Hoyos
Bogotá, 2021.

Referencias:

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